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LA INQUIETANTE LEVEDAD DEL SER

El vértigo es algo diferente del miedo a la caída.

El vértigo significa que la profundidad que se abre

ante nosotros, nos atrae, nos seduce, despierta en

nosotros el deseo de caer, del cual nos defendemos

espantados.

MILAN KUNDERA: La insoportable levedad del ser

 

Permítanme este plagio del título de la novela de Kundera, así como un pequeño fragmento de ella, antes de presentar la obra de Patricia Delgado de La Rosa y de Gotthart Kuppel y que tiene bastante que ver con el título de esta exposición, como ya expondré más adelante.

Imaginemos a Patricia y a Gotthart frente al papel en blanco o frente a un objeto “perdido y encontrado” y que estos, de pronto se conviertan en una ventana o en un espejo. No en uno solo. Cada uno de los artistas está en el centro de un salón de espejos donde su soledad se multiplica. Necesaria soledad para el momento creativo en el que ellos recrean el objeto contemplado y lo transforman con esa mirada a través de la ventana o el espejo que no son otra cosa que ellos mismos.

Porque el paisaje, los objetos, las personas, ese mundo que los rodea cada día, ha tenido que pasar necesariamente por el tamiz de la memoria y la reflexión y, a partir de ahí dibujan, graban, esculpen o fusionan un proyecto de ese mundo, trascendiendo la realidad, de tal forma que, al contemplar la obra ya realizada no podemos evitar un sentimiento de inquietud y atracción.

En otras palabras, sentimos ese Vértigo con el que titulan esta exposición: esa sensación de atracción y miedo que nos produce el acercarnos a una sima, del que ya nos habla Kundera. Sí, el miedo a caer pero, al mismo tiempo, la atracción por el vuelo.

Los paisajes de Patricia  se mueven entre la realidad, los sueños y el deseo. Es, por definirlo con una sola palabra, un paisaje simbólico reflejo de un espacio y  un tiempo que nos produce cierta atrayente zozobra, y nos lleva de la mano de su memoria a la nuestra, de su concepción de la vida a nuestra mirada al tiempo y a las cosas.

Muchos de sus paisajes, sean exteriores o no, son paisajes en ruinas. Observemos si no los grabados Salón de baile  o Sala de estar, El péndulo o el titulado Sótano.

Las ruinas, desde luego, tienen el significado que todos conocemos de destrucción, de paso del tiempo, de algo que fue pero que ya no es o ha perdido su función, su razón de estar y se desmorona. Sin embargo, está ese “algo que fue”, esa memoria de una vida que antes pobló las paredes, que inundó de hojas el árbol antes de que el tiempo, medido por un imparable péndulo que cuelga de una de sus rama, lo deshojase y tuviese que apoyar su frágil tronco; esa vida que hizo brillar las cacerolas o sonar el piano, acompañando a parejas de un baile que ya es apenas huella en el maltrecho salón. Mientras, una desvencijada escalera sin barandas donde apoyar nuestro descenso, nos conduce hasta el sótano,  uno de cuyos espacios abuhardillados se hace transparente para que veamos el cuerpo de una mujer. Sótanos, casas, dos elementos que aluden a un viaje interior, a un reconocimiento del yo; da igual que ese sótano se encuentre en la obscuridad o que la casa flote sobre un Lago, elemento este que tiene mucho que ver con lo recóndito, con el espejo donde contemplamos ese yo del que muchas veces pretendemos huir.

Casas que ya nos han mostrado su interior, su profundidad, y ahora, como en contraposición a esos interiores en ruinas, una Fachada,  grabado en el que, bajo un tejado, se nos ofrece una ventana de la que cuelga una sombra blanca, cuyo misterio se desvela en la parte inferior: es la ropa tendida que nos hace pensar en un lugar en el que aún la vida fluye. Debo confesar que la visión de este grabado me hizo evocar las sencillas y bellas casas de los barrios de Lisboa, con esa melancolía tan pessoiana  que le imprimía el mediodía de invierno en el que paseé por ellos.

Otros objetos llaman nuestra atención: La mecedora o el Columpio. Dos elementos cuyo vacío- en blanco el de la mecedora- nos  retrotrae al momento de sus últimos balanceos. El columpio parece recién abandonado, pues aún conserva su último impulso, detenido por la mano de la artista, como si esperara el regreso de alguien; una niña o un niño, tal vez, y los brazos que le den nueva vida. Como los baños vacíos entre la incertidumbre y el deseo de un agua purificadora que no llega, o acaso esa muchacha que se introduce en él, totalmente vestida, deseando no sé qué respuesta. Y ¿por qué nos desasosiega el Biombo? Algo ocurre detrás, algo que no podemos ver y por eso nos atrae, a pesar de que intuyamos que el suceso puede hacernos daño, como el que nos produce el contemplar El salto de un caballo, cuyo violento escorzo nos predispone para su irremediable final. La tierra espera, a un lado, abierta en una zanja rectangular, como también aguarda en esa especie de piscina-tumba, a la que se desciende por una escalera. Tumbas vacía que acechan la llegada de sus huéspedes: tú, yo, nosotros, acaso todos. Tierra acogedora de la muerte y, a un tiempo, engendradora de vida, en un ciclo en el que estamos inmersos todos nosotros, ángeles sin alas cuya Caída, sobre un fondo ocre, nos señala nuestra condición, nunca pedida, de seres terrestres.

Por eso repito que los grabados de Patricia, más que representar realidades, tienen una función simbólica, a veces con un toque de ironía, otras con la nostalgia por algo que ya no es, pero también por lo que no será; es decir, la contradictoria nostalgia del futuro.

Y la vida se nos presenta con rotundidad en La Piedra, otro grabado en el que aparece el color. Esta vez un tono azul mineral que nos confirma la voluntad de ser, la conformidad con uno mismo; porque como dice Cirlot, aludiendo a Marius Schneider: “La piedra es la música petrificada de la creación.”

Este sería un esperanzado punto y final para la exposición de Patricia Delgado pero, al existir en sus grabados un tema que aparece en exclusiva en las esculturas de Gotthart Kuppel y la posibilidad de conexiones entre ambos, dejo para el final las representaciones humanas, sobre todo la de los niños.

Aunque ya he hablado de dos muchachas, la del sótano y la del baño, ahora quiero dirigir mi mirada a esos otros personajes que no tienen rostro pero que, aún así y para nuestra inquietud, nos contemplan. Así,  en el grabado Suceso, alguien- una mujer arrodillada- nos mira desde su rostro vacío para hablarnos de la desolación de la pérdida. No menor desasosiego nos produce La mancha, donde una mujer, con la cabeza apenas esbozada, intenta limpiar y recoger en una pequeña pala una gran mancha. Acaso la del mundo. ¿Y qué podemos pensar de ese misterio en blanco al que flanquean unos hombres que parecen salidos de un daguerrotipo y cuyo secreto se nos desvela en la parte inferior del grabado, donde la transparencia nos deja ver a una adolescente que, con los brazos en cruz sostiene la tela que la cubre? Tal vez sea la constatación de un deseo oscuro, tal vez, la contemplación nostálgica de la adolescencia, acaso la indiferencia, como un arma de defensa ante algo que se nos escapa. Que cada quien busque su respuesta. Porque otra de las características de la obra de Patricia es la de no ofrecer respuesta alguna. Sólo, plantear preguntas.

Pero hay más personajes en los cuadros de la artista-  y no sólo los de esta exposición-  que no tienen rostro. Es el caso del titulado Contra la pared. En él, un personaje femenino parece que se  lo ha arrancado y ahora lo sostiene en su mano izquierda, no sabemos con qué intención. Desecharlo tal vez, modificar sus gestos, sustituirlo por otro, acaso por una máscara. De momento es como una página en blanco a la que flanquean unos caballitos de madera alusión quizá a una infancia cercana. Lo mismo ocurre con las niñas del grabado En fila india, cuyos rostros aparecen dispersos, al lado derecho del grabado, como un puzle que espera le sean colocadas sus últimas y más importantes piezas. Lo más extraño es que esos rostros en blanco parecen sonreírnos, con la maliciosa ironía de la inocencia. Podríamos preguntarnos si se trata de un juego, de un deseo o un sueño. Porque nuestra extrañeza es mayor, si cabe, cuando se decapita o no se ve la cabeza del personaje porque se sale del grabado.

Es el caso de Ramas y, sobre todo el de la niña cuya cabeza ha sido borrada, por esa escoba que aparece en el cuadro titulado Firmeza. Un título ya de por sí contradictorio y lleno de ironía si tenemos en cuenta que cuando hablamos de firmeza en los humanos nos referimos a que estos tienen la cabeza bien sentada sobre sus hombros.

Y cuando ya nos estábamos acostumbrando a ese juego, nos golpea, de pronto la soledad, el frío, la herida que no sangra y por eso es más dolorosa, en el cuadro titulado Neón, donde vemos una enorme lámpara de neón presidiendo la parte central y superior del grabado, iluminando una pared de mosaico que recuerda a la de las antiguas urgencias o casas de socorro y, en el extremo inferior izquierdo, a una niña que se encoge, no sabemos si por frío, miedo, o las dos cosas a la vez. Es la soledad más absoluta, porque precisamente, su exponente es una niña. Al contemplar este grabado por primera vez, me vinieron a la mente los cuadros de Hopper. Aquí está esa misma luz artificial, que tanto usa el pintor estadounidense, para iluminar los cuerpos, los rostros, las almas solitarios, aunque en este caso, el blanco y negro, sus matices y la niñez hieren aún más. El frío se hace intenso.

Por eso es tan necesario el vuelo, aunque este sea producido por un viento huracanado del que un niño quiere librarse aferrándose a una puerta. Y es inevitable recordar a Dorothy, la protagonista de El Mago de Oz, e inventarnos una nueva historia llena de ironía y bellos encuentros para ese niño que Vuela.

En este recorrido por los grabados de Patricia Delgado me he dado cuenta de que existe un elemento en común a todos sus cuadros. Me refiero a la melancolía, ese sentimiento que surge ante la certeza de sabernos seres fugaces en un mundo no menos perecedero.

Y si de mundo perecedero hablamos, si hablo de niños o, mejor, de la niñez, las esculturas de Gotthart Kuppel nos introducen en un espacio y un tiempo cada vez menos nuestro.

Gotthart, hombre polifacético nacido en Bremenn; médico, atleta, director de teatro, actor y dramaturgo, a partir de 1998 aparece ya como artista plástico en una exposición en esta misma sala con Eve María Zimmermann, su compañera.

De esa exposición en la que sus protagonistas son objetos hallados entre los escombros, la chatarra o en cualquier lugar de abandono, el propio artista afirma que combina  esos objetos “sin someterlos a ningún proceso de elaboración salvo para fijarlos el uno al otro.” De esta manera consigue un nuevo objeto que adquiere, a su vez, un nuevo significado.

Pero Kotthar no se queda ahí y sigue buscando entre los materiales de desecho aquellos que le recuerden o le sugieran una forma humana. Y los viste con retales, trapos, calcetines, ovilla sus cabezas o las rellena, para hablarnos de algo que ya está en esa misma materia de desecho y que nos puede parecer tan macabro como la misma muerte, a cuya danza somete a sus figuras, pero cuya representación entre irónica y terrible es también un canto a la vida.

En esta ocasión esos objetos perdidos por los otros y encontrados por el artista, constituyen el pedestal, el soporte donde trepan o se columpian niños de alquitrán.

La niñez en negro, como fuerza que nos lleva a ironizar sobre nuestra propia condición de seres frágiles cuya misión no parece ser otra que la de acumular y tirar. Seres que suspenden sus sueños de un neumático y se columpian en él. No es ya el columpio solo sino habitado por la niñez que se balancea, al tiempo que oculta su rostro. Porque esa etapa es fundamentalmente juego, aunque muchas veces sea un juego cruel, una atracción por el misterio, por el peligro, por lo que aún no hemos experimentado.  Por eso el juego, el riesgo, les produce una mezcla de miedo y alegría. De ahí que la niñez tienda un puente, con su cuerpo oscuro y brillante, puente que a lugar alguno conduce si no es a la propia presencia imaginaria de un  barranco o un río que cruzar para ir no se sabe a dónde. Una niñez que  atrapa sus sueños de un sedal que nos ahoga o captura como peces incautos en un mar, el de la vida, que apenas conocemos.

De esta manera la niñez toma posesión de nuestro ánimo, sobre pedestales que no son otra cosa que productos de nuestra sociedad consumista que todo lo tira. Así, se apoya sobre un viejo calefactor, sobre una maleta de madera, semiabierta que parece acusarnos de su olvido, sobre un bidón, cuyo embudo sobresale de su boca como trompeta de algún suceso lejano. Niños sin nombre, cubiertos con amplios ropajes que no nos dejan adivinar su sexo, porque, realmente no importa si lo que se quiere representar es un estado de ánimo, un tiempo que sólo existe en los otros, una condición de riesgo y aprendizaje. Niños que intentan un difícil equilibrio, encaramados en escaleras de madera que no sabemos hacia dónde conducen o a horcajadas  sobre caballetes, cuyos lienzos en blanco nos hablan de la espera de una mano que les de vida, mientras la niñez, irónicamente, sostiene con el brazo en alto una brocha. Niños al filo de un abismo- el sexto escalón- y que tapan sus rostros como si se prepararan para dar el salto o nos amenazaran con él.

Atrás la idea de la representación de la niñez a la que estamos acostumbrados y que nos llevaban a la inocencia, a la ternura, a la visión de un mundo feliz. En esta niñez tal vez atisbe la inocencia, pero es una inocencia acusadora, que no nos libera de nuestros propios monstruos.

Y es esa una de las coincidencias que yo veo entre los niños de Gotthart y los de Patricia, así como una suerte de melancolía en esa elección de la niñez como unión entre lo consciente y lo inconsciente, como fuerza que nos arrastra y nos pone delante de nosotros mismos. Niñez que al margen de su simbolismo de futuro y de transformación, es también una mirada hacia un paraíso perdido y no tan fácil de encontrar como los objetos de los que nos desprendemos.

Y es inevitable, al contemplar a esta niñez envuelta en alquitrán, el vértigo. Porque en estas figuras infantiles aparece nuestra propia niñez, con sus contradicciones, su sabiduría ya olvidada, esa inocente concepción del mundo que se ha ido difuminando con el paso de los años y que estos niños de alquitrán nos recuerdan, con una mirada entre terrible e irónica, entre amenazante y complaciente.

Porque Gotthar y Patricia se asoman al mundo, al real y al que desean y, en esa especie de suma de contrarios, surgen estos niños de alquitrán, los paisajes en ruinas, los personajes sin rostro, que nos señalan como responsables de su felicidad o su desgracia, de su inocencia o de su culpa, que es también la nuestra.

 

FIN

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